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También es ojo porque te ve

“Te veo”, le dice por última vez la bellísima na’vi Neytiri a un Jake Sully moribundo, paralítico y sin la cáscara biológica de su avatar. La consigna discurre con facilidad: te miro, te veo, te quiero y… te tengo. Ocurre de un modo tan sencillo que uno queda ruborizado viéndose inmerso en el mecanismo de la manipulación. Tras tanta pirotecnia efectista 3D, épica informática de simulación y desmesura tecnológica, ¡cómo puede James Cameron emplear un anzuelo tan elemental, tan repelado e ingenuo! Pues lo hace. La esbelta felina azul mira a cámara al tiempo que nos dice “Te veo”. Lo hace con toda la intención del mundo. No es un gazapo. El eje de miradas del plano contra plano con el personaje de Sully se disloca y nosotros aparecemos por un resquicio dimensional con la desconcertante intuición de que aquello ha sido posible.

Debo confesar que no he visto la copia en tres dimensiones, de manera que no puedo hablar de las virtudes de esa alabada tecnología, sin embargo, en lo referente al empleo narrativo de los ejes de mirada, lo que en cualquier otra película nos distanciaría negativamente (que un personaje mire directamente a cámara casi al final de la película), en ésta no es así; al contrario, el truco consigue volcarnos toda la emoción contenida en la escena hasta llevarnos al tuétano temático de la simulación. Es un simulacro pasmoso, lo sabemos, aunque muy efectivo; salta de las líneas argumentales hacia el espectador y se convierte de repente en alusión de metalenguaje. Con él nos alcanza la posibilidad irreal del enamoramiento pandórico como la esperanza de una emoción artística ya clásica, donde la ficción nos mira a los ojos en un acto de simulación y coquetería. En realidad, nada nuevo, aunque sí bastante estimulante.

Pero no todo son flores en la película. James Cameron debió prever que el ojo, el nuestro, el del espectador, no es sólo ojo porque lo veas, también es ojo porque te ve. Dejando para otra ocasión eso que algunos se obstinan en llamar el cine del futuro, si la película es trepidante y en conjunto resulta entretenida, asimismo es muy superficial en casi todas sus demás facetas. Tal vez una idea destacable sea la del empleo metafórico de la luz: la luz biológica del planeta Pandora aglutina una calidez orgánica con cierta fosforescencia lisérgica, pero su empleo, en líneas muy generales, podría encajar con aquel concepto clásico de iluminación expresado por Douglas Sirk: “si el encuadre es la idea, la luz es la filosofía, la ética, la moral de esa idea”. Como la luz del planeta Pandora es generada por su biodiversidad, ¿pretende entonces Avatar comprometerse éticamente con los movimientos ecologistas o es sólo una película más de género híbrido entre lo fantástico, la ciencia ficción y la aventura épica?

En mi opinión Avatar es fundamentalmente una ficción antropológica. Cameron no consigue crear un universo original aunque se lo proponga; por lo menos no en el sentido poético que debería exigirse cualquier artista. A duras penas, gracias a implantes de aquí y de allá, el autor amasa su miscelánea al más puro estilo Anime, repleta de hurtos esporádicos y variaciones poco relevantes que proceden de un método de fusión creativa bastante simplista. Aspectos de nuestra biología y préstamos ocasionales de la historia del arte se confunden tan ingenuamente aquí y allá que podría argumentarse que Avatar simula incluso su originalidad.


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Ejemplos de ello serían la pantera negra combinada con la criatura de Alien, los caballos helénicos con más patas de lo habitual merced a la escultura de la quimera mesopotámica, el sauce llorón de las almas que desarrolla un ramaje de luz naíf plastificada y las anémonas ambulantes mezcladas con las semillas algodonosas del chopo; por no hablar de conceptos argumentales de geología filosófica o de mitología, puesto que el planeta visto como un todo deriva de la diosa griega Gaia, Avatar es el nombre que se le dan a las encarnaciones del dios hindú Vishnú (que significa, “el que preserva”) y Pandora, todos lo sabemos, encerró en su caja la esperanza. Sin embargo, a lo que se ciñe la historia es a un concepto de antropología acelerada: la iniciación del individuo a la tribu; una trayectoria vital de integración muy esquemática que se enmascara con el género fantástico y el cine bélico. La adhesión a los valores tribales vinculados a la naturaleza y a la defensa de ellos y de ésta, nos sitúa en una consigna ecológica elemental que postula el libre abandono del individuo a su alteridad, ya sea soñada, simulada o biológicamente compartida.

La única ironía del guión estriba en ensalzar el contravalor de la traición como algo positivamente necesario, ya que el protagonista debe traicionar su humanidad y significar la simulación a la que está expuesto por interés de unos, de otros y de sí mismo, hasta que su propia realidad se convierta en negación y la simulación en existencia. El juego se completará en la encarnación final del Avatar libre de toda humanidad.

Que Jake Sully consiga sus objetivos traicionando a su propia especie, la humana, no nos importa demasiado, los mecanismos de la estructura clásica empleada lo justifican, puesto que la propia estructura clásica se ha convertido ya en el mapa arquetípico de nuestra imaginación. A fin de cuentas, la especie de los felinos habitantes de Pandora es una simple metáfora de las tribus de cazadores y recolectores de nuestra prehistoria, y no hay, en propiedad, traición a la especie. Lo que sí hay es una impostura en los procedimientos que podríamos calificar de contradictoria (por no aventurar un presunto cinismo) al supuesto mensaje argumental de la película.

Fuera de la idea vaga de que el amor empieza como la traición a uno mismo, no podemos quedarnos tan tranquilos con el mensaje ecologista, viniendo, como viene, del niño mimado de las productoras. Hay que contemplar el hecho de que la película nos exija traicionar aquello que nos hace ponzoñosamente humanos, nuestra alienación umbilical como especie, nuestra obscena y poderosa depredación tecnológica aplicada a la alteración del medio y al expolio de los recursos naturales, y sea el provecho de esos mismos elementos socioeconómicos los que nutran el avance tecnológico que ha hecho posible lo novedoso de la película de Cameron y su histórica recaudación. James Cameron, por lo demás, un buen director, nos ha endilgado su fast-food ecologista desde el derroche. No se puede evitar cierta estupefacción ante un cine que dilapida tanto en sí mismo (para la vanidad de unos pocos y el espejismo borreguil del resto) cuando lo que hace falta es un compromiso urgente con el que reconducir nuestra actitud en todas las implicaciones que afectan peligrosamente a la sostenibilidad de nuestro entorno.

En el caso concreto de Avatar, el resquicio abierto entre la realidad y la ficción mencionado al principio parece haber hallado una réplica irónica y permanece abierto. El pueblo de los dongri kondh de la India hizo un llamamiento al director, mediante la organización de derechos indígenas Survival Internacional, para que apoyara su causa: tratan de defender un emplazamiento sagrado contra la industria minera. Hasta ahora no ha habido respuesta. Con ellos no valen simulación, avatar, 3D, ni estructura clásica alguna. Ni siquiera un pellizco de la recaudación sería suficiente. Probablemente el niño mimado de las productoras se gastará su dinero en nuevas chucherías tecnológicas y ya está. No se le pueden pedir peras al olmo… aunque sí semillas de anémonas volantes al sauce de Pandora.

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